sábado, 17 de octubre de 2009

Las 7 Leyes del EXITO

SEGUNDA PARTE

Un caso específico
Sucedió que precisamente la mañana en que redacté el manuscrito original de este folleto, leí en un periódico londinense el obituario de Clark Gable, célebre actor del cine norteamericano. Considero que el mundo lo vio como un hombre muy afortunado. Sin embargo, ¿en verdad lo fue? ¿Qué es el éxito en realidad? ¿Y cómo puede obtenerlo la gente cuando son tan pocos los que saben en qué consiste? Muchas cosas me llamaron la atención al leer el obituario de esta estrella del cine, ya que estaba enfocando mis pensamientos en el tema del éxito.

En la primera plana de aquel diario Clark Gable era proclamado como el rey del cine. Se le describía como “el héroe romántico de 90 películas”. Se contaba entre las 10 estrellas del cine que más dinero ganaron en los años 1932-43, 1947-49 y 1955. Es decir, durante 16 años; y las grandes estrellas de cine ganan sueldos fabulosos. “Él fue uno de los pocos ídolos que se mantuvieron en primer lugar por tanto tiempo”, decía el obituario. Pero, ¿es eso éxito? Una de las cosas más “fascinantes” que se decían acerca de su vida, era que se había casado ¡cinco veces! ¿Podríamos considerar a un hombre con por lo menos tres matrimonios fracasados (una de sus esposas murió en un accidente de aviación) como una persona de éxito?

El obituario continuaba diciendo que él cultivaba “el frunce de las cejas, el conocido entrecejo, los ojos a medio cerrar y su mirada socarrona”. Todo eso no era natural; él lo había desarrollado deliberadamente para cautivar a las mujeres. “Clark Gable”, terminaba el obituario, “había cultivado todo esto para las muchachas durante casi todo su reinado romántico”. Podría decirse que era su “marca de fábrica”, y así lo consideraba él, pues decía: “Para mí, este es un negocio y siempre lo ha sido”. Era simplemente su forma de ganarse la vida.

Hombres ricos que he conocido
Desde los 18 años en los Estados Unidos y durante la edad madura por todo el mundo, he tenido estrecha amistad y contacto frecuente con individuos considerados como hombres de éxito. He leído muchos libros y artículos escritos por esas personas, así como biografías y autobiografías de grandes hombres y de los casi grandes, en donde dan a conocer sus filosofías y experiencias. Sé cómo piensan y cómo actúan estos dirigentes y qué principios y preceptos siguen.

Un factor ha caracterizado a casi todos estos hombres: Todos ganaron mucho dinero y adquirieron abundantes bienes materiales. Muchos presidían grandes compañías y eran considerados como personas muy importantes. Es significativo que la mayoría de estos hombres observaron seis de las siete leyes del éxito. ¡Este hecho es tremendamente importante!

Uno de ellos fue el presidente de una gran compañía de automóviles durante la época en que yo era un joven subsecretario de la Cámara de Comercio de esa ciudad. Él llegó a ser muy rico y era reconocido mundialmente como un hombre importante. Llegó a la cima de su profesión, pero en la breve depresión de 1920 su compañía pasó a otras manos y él perdió todos sus bienes. Acabó por suicidarse. A fin de cuentas, ¿tuvo éxito aquel señor? Practicó cinco de las leyes del éxito, pero descuidó la séptima y también la sexta.

Arthur Reynolds, a quien conocí más íntimamente, era presidente del banco que en ese tiempo se consideraba como el segundo en importancia en los Estados Unidos. Conocí al Sr. Reynolds cuando presidía un banco de mi ciudad natal. Más tarde, cuando yo era un ambicioso y próspero joven publicista en Chicago, a menudo lo visitaba para pedirle su consejo. Él siempre se mostró interesado y servicial y yo siempre acaté su sabio consejo. El Sr. Reynolds alcanzó reconocimiento nacional y fama mundial.

Unos 35 años más tarde, entré a aquel gran banco y le pregunté a uno de sus muchos vicepresidentes si sabía a dónde se había trasladado el Sr. Reynolds y dónde había muerto. (Había oído rumores de que se había jubilado y mudado a la ciudad de Pasadena, California, y que allí había muerto.) El vicepresidente a quien pregunté nunca había oído hablar del Sr. Reynolds.
—¿Quién fue él?—me preguntó.

Después preguntó a otros y ninguno recordaba al Sr. Reynolds. Finalmente el secretario de Relaciones Públicas envió a alguien a la biblioteca del banco, de donde trajo un recorte de periódico. Parecía que esto era el único registro que el banco tenía de su antiguo presidente quien, junto con su hermano, había sido el artífice principal de la magnitud e importancia alcanzadas por esa institución bancaria. El recorte era de un periódico de San Mateo, California, en el cual se notificaba su muerte acaecida en ese suburbio de San Francisco.

Después de leerlo, se lo devolví.
—Seguramente usted querrá conservarlo—le dije—. Debe ser de gran valor para el banco.
—No—me respondió—. Si usted conoció al Sr. Reynolds, puede quedarse con el recorte.

En esa forma obtuve de ese gran banco quizá lo único que quedaba de la memoria del más importante de sus presidentes. Su “éxito” no fue duradero y ya nadie se acordaba de él. Durante su vida activa, el Sr. Reynolds aplicó las seis primeras leyes del éxito. Sin embargo, cualquier éxito que él haya logrado fue pasajero. Aunque acumuló dinero, contó con una buena porción de acciones bancadas, poseyó una magnífica residencia y fue considerado como un hombre importante mientras vivía, ¡todo su “éxito” murió con él!

El otro gran banquero fue John McHugh. Lo conocí cuando era presidente de un banco en una ciudad del interior del país. En 1920 tuve una interesante conversación con él durante la convención de la Asociación Americana de Banqueros. Para ese entonces él ya era presidente de un banco bien conocido de Nueva York. Poco después, la unión de varios bancos neoyorquinos lo colocó en una posición dos veces mayor que la del presidente del banco más grande del mundo en aquella época.
Sin embargo, 36 años después, cuando pregunté por él en ese banco, la respuesta fue la misma: “¿Quién fue? Nunca hemos oído hablar de él”. Su “éxito” no le sobrevivió. Hay, sin embargo, un éxito que ¡perdura!

Otro caso de "éxito"
He tenido el privilegio de conocer a muchos de los grandes hombres y de los casi grandes, especialmente del medio financiero. He tenido trato con capitalistas multimillonarios, jefes ejecutivos de grandes compañías, ministros de gobierno, autores, artistas, conferencistas y rectores de universidades. Para la mayoría de ellos, el éxito significaba la adquisición de dinero y bienes materiales, así como el ser reconocidos como gente importante.

Uno de los personajes importantes que conocí fue Elbert Hubbard, filósofo, escritor prolífico, editor, conferencista y conocido como un hombre sabio. “El Fray”, como él mismo se tildaba algunas veces, se hizo bastante famoso. Usaba una cabellera semi larga, bajo un sombrero grande y un corbatón. Se decía que contaba con medio millón de dólares; hoy esa cantidad equivaldría a varios millones. Publicaba dos revistas: El Filisteo y El Fray, las cuales casi llenaba con escritos propios. Se jactaba de poseer el vocabulario más extenso desde el tiempo de Shakespeare. Publicó Una Biblia Americana que escandalizó a muchos religiosos, aunque él les explicó que la palabra “Biblia” simplemente significa “libro”, sin implicar necesariamente escritos sagrados, a menos que fuera precedida de la palabra “santa”. Su “Biblia” consistía en composiciones selectas escogidas por él, entre las cuales se encontraban escritos de varios escritores norteamericanos influyentes… ¡incluso Hubbard, por supuesto! Casi la mitad del libro contenía sus propias obras y el resto era una colección de las de otros escritores.

Hubbard no era víctima de complejos de inferioridad, y la filosofía que predicaba era positivista. Poseía una perspicacia y una sabiduría singulares para las cosas puramente materiales, además de una comprensión profunda de la naturaleza humana. Sabía que los hombres “importantes” codiciaban la lisonja, tanto como los actores el aplauso. Una gran parte de su fortuna la había ganado escribiendo una serie casi interminable de folletos bajo el título de Pequeños viajes a las casas de los grandes y los casi grandes. Eran impresos en un estilo único en su propia imprenta.

Gran número de norteamericanos ricos y famosos le pagaban enormes sumas para que los ensalzara en su inimitable estilo literario. Una información interesante sobre el concepto que el Sr. Hubbard tenía del éxito, le salió espontáneamente un domingo en la tarde mientras charlábamos en su hospedería en la ciudad de Aurora Oriental, Nueva York.
—Una vez le pregunté a un ministro unitario—le dije al Sr. Hubbard—, si había podido por fin determinar cuáles son realmente las creencias religiosas que usted profesa, si es que profesa algunas. “El Fray Elberto” se interesó al momento.

—¿Y qué le contestó?—me preguntó curioso.
—Me dijo que no estaba seguro, pero que cualquiera que fuera la religión de usted, sospechaba que tenía su origen en su billetera y su cuenta bancaria—le contesté. El Sr. Hubbard no lo negó, sino que carcajeándose me dijo:
—Y bien que me salgo con la mía, ¿no es cierto? ¿Tuvo éxito el Sr. Hubbard? De acuerdo con las normas humanas, creo que lo tuvo. Él conocía y aplicaba seis de las siete leyes del éxito. Era industrioso, trabajaba con afán y cosechó abundantes “frutos”: dinero, popularidad, aclamación. Sin embargo, él y su esposa se fueron al fondo del mar cuando un submarino alemán hundió al trasatlántico Lusitania en el que viajaban.

La fama del Sr. Hubbard no fue duradera, pues hoy es prácticamente desconocido. Él conocía los valores materiales, pero su agnosticismo le cerró la puerta del camino que le hubiera conducido a la comprensión de los valores espirituales. Él nunca entendió el verdadero propósito de la vida. No estaba seguro si en efecto existía un Creador. Estaba convencido de que la “cristiandad”, en la forma en que el mundo la conceptúa, era una superstición irrazonable. Ignoraba la razón por la cual la humanidad había sido puesta sobre la tierra… o si había surgido por azar. Ignoraba también el destino potencial del hombre. No tenía conocimiento de la séptima ley del éxito. Y como no conocía ni aplicaba esta ley, se impulsaba fuertemente, mediante la aplicación concienzuda de las primeras seis, ¡en la dirección diametralmente contraria a la que lleva al verdadero éxito!

Nunca hallaron satisfacción
¿Cuál fue el verdadero significado de la vida para estos hombres de “éxito”? El objetivo de su vida, su definición del éxito, consistía en la adquisición de bienes materiales, en el reconocimiento de su importancia por la sociedad y en el estímulo pasajero de los cinco sentidos. Pero entre más adquirían, más ambicionaban… y menos satisfechos quedaban con lo que tenían. Lo que adquirían nunca era suficiente. Algunos de los hombres de “éxito” en el mundo hacen que sus fotografías aparezcan en la primera plana de los periódicos metropolitanos y en la portada de revistas famosas. Esto envanece y excita temporalmente al ego, mas nunca satisface a largo plazo. ¡No hay nada que el público olvide tan rápidamente como las noticias de ayer!

Algunos piensan que la felicidad de los hombres consiste en tener muchas mujeres, aunque sea una tras otra en lugar de tenerlas en un harén. Pero esto es una experiencia corrosiva, y esos hombres nunca conocen los gozos de la bendición matrimonial con una sola mujer, siempre fieles el uno al otro. Muchos hombres buscan, la lisonja de otros, aun cuando se la tengan que “comprar” elogiándolos a’ sus semejantes. Pero como el aplauso que se prodiga al actor, eso no perdura y los deja abrumados, ¡con una inmensa sed de algo que satisfaga!

Por consiguiente, quedan descontentos; e inquietos. Aunque sus cuentas bancarias estén repletas, sus vidas están vacías. Lo que adquieren nunca es suficiente ni ‘les satisface. Además, ¡todo lo dejan atrás cuando mueren! ¿En dónde está el mal? Tales hombres se fijaron metas equivocadas. No habían discernido los verdaderos valores, de manera que iban en pos de los falsos. ¿No es hora, pues, de aprender la verdadera definición del éxito?

No todo triunfo es éxito
Tal vez el mejor ejemplo de todos es el de aquel antiguo rey que se afanó mucho y obtuvo fabulosas riquezas. Probó de todos los placeres para ver si proporcionaban felicidad. Este rey se dijo a sí mismo: “Ven ahora, te probaré con alegría, y gozarás de bienes” (Eclesiastés 2:1). Al describir su experimento, escribió: “Propuse en mi corazón agasajar mi carne con vino, y que anduviese mi corazón en sabiduría, con retención de la necedad, hasta ver cuál fuese el bien…” (versículo 3).

Aquel rey, cuando era joven, trató realmente de disfrutar de la vida, y contaba con los medios para hacerlo. Fue uno de los hombres más ricos que jamás hayan existido, con todos los recursos de una nación a su alcance. Si no contaba con suficiente dinero para el logro de alguno de sus proyectos, simplemente subía los impuestos. Así que, al continuar con su experimento para encontrar la felicidad y el éxito, escribió: “Engrandecía mis obras [estupendas obras y proyectos nacionales], edifiqué para mí casas, planté para mí viñas; me hice huertos y jardines, y planté en ellos árboles de todo fruto. Me hice estanques de aguas, para regar de ellos el bosque donde crecían los árboles. Compré siervos y siervas, y tuve siervos nacidos en casa; también tuve posesión grande de vacas y de ovejas, más que todos los que fueron antes de mí en Jerusalén. Me amontoné también plata y oro, y tesoros preciados de reyes y de provincias; me hice de cantores y cantoras, de los deleites de los hijos de los hombres, y de toda clase de instrumentos de música. Y fui engrandecido y aumentado más que todos los que fueron antes de mí…

No negué a mis ojos ninguna cosa que desearan, ni aparté mi corazón de placer alguno, porque mi corazón gozó de todo mi trabajo: y esta fue mi parte de toda mi faena” (Eclesiastés 2:4-10).
Luego concluyó: “Miré yo luego todas las obras que habían hecho mis manos, y el trabajo que tomé para hacerlas; y he aquí, todo era vanidad y aflicción de espíritu, y sin provecho debajo del sol” (versículo 11).

“Vanidad de vanidades, todo es vanidad”, escribió este rey al final de su vida de experimentación (Eclesiastés 1:2). Todo aquello era una lucha continua… ¿tras de qué? Tras de nada, todo era “trabajar en vano”, concluyó (Eclesiastés 5:16). Todo lo que le trajo una vida de afanoso trabajo, dedicación vigorosa y obtención de bienes materiales, confesó aquel rey, no fue más que ¡un puñado de aire!

A este hombre se le llamó el más sabio que jamás haya vivido. Fue el rey Salomón de la antigua Israel. A pesar de sus costosos experimentos, él nunca halló los verdaderos valores ni el significado del éxito perdurable y legítimo. ¿A qué se debió esto? Simplemente a que, con toda su sabiduría, este hombre buscó el placer, la felicidad y el éxito a su manera: en el materialismo. En el principio, el Eterno Creador diseñó y puso en vigor leyes vivientes con el fin de producir felicidad, vida abundante y gozo sano y continuo para todos los humanos que las acataran. Estas son las siete grandes leyes del éxito. El rey Salomón, como casi todos los hombres “prósperos” del mundo, aplicó tesoneramente las seis primeras, pero al no tener en cuenta la séptima, se dirigió por el camino equivocado. Entre más se afanó, más lejos llegó, pero en dirección opuesta del éxito perdurable y verdadero.

Él conocía esta séptima ley, pero “hizo Salomón lo malo ante los ojos del Eterno…” Él no obedeció lo que le mandó su Hacedor. “Y dijo el Eterno a Salomón: Por cuanto ha habido esto en ti, y no has guardado mi pacto y mis estatutos que yo te mandé, romperé de ti el reino” (1 Reyes 11:6-11).

Consideremos ahora las experiencias de un rey moderno. Éste era amigo íntimo de otro monarca, el ex rey Saud de Arabia, a quien he sido presentado personalmente. Hace tiempo los periódicos publicaron la noticia de la repentina riqueza que le llegó al emir Alí de Qatar. Qatar es una península de la costa de Arabia, en el golfo Pérsico. Repentinamente le llegó al pequeño país un gran auge petrolero que le producía a este emirato de 35.000 habitantes, 50 millones de dólares anuales, de los cuales 12 millones y medio iban directamente al Emir.

¿Qué haría usted si de repente recibiera una renta de 12.500.000 de dólares al año?
¡Probablemente no haría lo que piensa que haría! Tal cantidad de dinero, llegada repentinamente, cambiaría radicalmente las ideas de uno. Eso fue lo que pasó con el emir Alí. Inmediatamente empezó a construirse ostentosos palacios rosados, verdes y dorados en medio de las chozas de adobe en las que vivían los habitantes de su país. Sus palacios eran ultramodernos, con aire acondicionado y aun con cortinas controladas por botones. Así el nuevo rico podía preservarse de los ardientes 50 grados del desierto. Alquilaba aviones para llevar consigo un séquito tan numeroso que su villa palaciega en el lago de Ginebra era insuficiente para alojarlo. Tenía que buscar acomodo en varios hoteles del lugar.

Después el Emir se auto regaló una magnífica mansión de un millón de dólares, desde la cual podía disfrutar de un panorama espectacular de la ciudad de Beirut, Líbano, y el hermoso Mediterráneo. Cuando el rey Saud le hizo una visita real, él le obsequió 16 automóviles, uno de ellos con incrustaciones de oro. El viejo emir Alí se volvió tan generoso con sus propios caprichos, que pronto sus deudas llegaron a los 14 millones de dólares, ¡sobrepasando a sus fabulosas entradas!

Alrededor del mundo se difundió la noticia de que Alí simplemente no podía cubrir sus gastos con sólo 12 millones y medio de dólares al año. El primero de noviembre de 1960 abdicó en favor de su hijo Ahmed, de 40 años de edad. Un nuevo consejo consultivo convino en pagar las deudas del viejo Alí y concederle una pensión que le permitiera sostener un puñado de sirvientes y unas cuantas esposas. ¡Pobre Alí! Le fue más difícil sufragar sus gastos con 12 millones y medio de dólares anuales, que cuando estaba en relativa pobreza.

Ciertamente, nada puede ser más importante en la vida que saber lo que es el éxito verdadero y cómo alcanzarlo. ¿Cuál es, pues, la primera ley del éxito? Antes de enunciarla debo aclarar que en el presente folleto nuestro propósito no es analizar los principios morales y espirituales como rectitud, paciencia, lealtad, cortesía, confianza, puntualidad, etc., pues éstos están incluidos automáticamente en las siete reglas. Damos por sentado que no se puede obtener el éxito sin estos principios fundamentales del carácter.

Por otro lado, muchos que son honrados y rectos nunca han practicado específicamente ninguna de las siete leyes del éxito. Muchos pueden ser leales, tener paciencia y cortesía y ser puntuales, sin alcanzar jamás el éxito porque no aplican una sola de las siete leyes específicas y definidas. Aun así, cada una de estas leyes es muy amplia en su alcance.

Continuaremos....

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